Nunca estuve en el monte Carmelo, ni fui carmelita, ni me
puse tu escapulario, siendo mariano y casi marianista, enamorado de una
Esperanza de Amor, y esposo de una Rosario más buena que yo. Pero la vida me puso
de ti cerca, mi madre como a ti le llamaron y de tus protegidos soy paisano, mi
padre montañés de una esquina te tenía como madre compartida con la del Amor
Esperanza. Montañés con esposa sureña, vecina del Carmen, Vea-Murguía de
infancia y devota hasta los tuétanos.
Haciendo de papá de mis papás le acompañaba a tu comunión en
las mañanitas de tu santo, esas que cantaba el rey David, y aprovechando la luz
de julio, papá te enseñaba año a año su enfermedad alzheimer de apellido, viaje de vuelta al seno de
la madre a la inconsciencia liberadora, amniótica de penas y de males. Te
rezaba con serenidad y abnegación que fuera más lento para paladear la vida en
sus últimos tragos, y día del Carmen tras día del Carmen, como madre le sonreías
y le entregabas tu amor incondicional, un ratito de luz y consciencia plena.
Los últimos días de los años de su vida, llegaba sin saber
que iba, sin víspera, sin pensarlo en el antes y el después de comulgar de las
manos de su Madre, Carmen y Señora. Entraba en tu casa y la memoria le traía
olores, luces y sones, y poco a poco con tu amor de madre y tu bondad infinita
de Virgen María en el monte Calvario, me decías ahí tienes Emi a mi hijo y
yo te seguía diciendo aquí me tienes madre de mi padre y mía. Tu hágase se
cumplía como una profecía que el desconocía, volvía a quererte y conocerte,
sabía que eras quien eres, sentía quien eras para él y su devoción, rezaba con
la mirada, me conocía como padre y te lloraba como hijo, alegría de volver
a ver a su madre aunque solo fuese por un momento, milagro de madre divina,
bendición del cielo que demuestra mostrando el reino de Dios, dándole sentido a
la muerte y razón a la vida.
Carmen, Dios te salve, buena y madre, reina de mis males y
mis desventuras, Madre de mi vida y mi amor.
Emilio J. González de la Muela.
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